México, inmensa tierra, templo de la antigua cultura, pueblo que resiste y acuerpa -en carnavales y ofrendas- a los vivos con los muertos en una fiesta hecha de flores, guirnaldas y velas. Lengua que se reivindica indígena en su propia voz que quiso pero no pudo ser callada, frijolito y maíz que crece desde el pie para alimentar los inviernos, las sequías y los hambres, agüita de las montañas que coca cola te está robando para venderte embotellada, lo pagano y lo brujo se te funden en el canto de la llorona y se vuelven plegaria en las ollas de las mujeres de barro, plegaria ronca que se eleva al cielo en un humo gris con olor a leña, en las chispas de un fuego que alumbra las noches sin luna por los senderos flacos. México que tanto te quisieron borrar, editarte en photoshop, volverte disney y colonia cultural, México que te luismiguelizaron y te redujeron al mariachi loco y al bigote macho. México diverso, que te dignifica cada pedazo de tierra que vive y disfruta quien la trabaja. México enorme, sal, lima, cascada, guitarrón, México originario, volcán en erupción y amuleto quitapenas. Refugio de nuestrxs exiliadxs que te llevaron de vuelta a Argentina en virgencitas negras, corazones en llamas y un desgarro visceral. Tortilla y aguacate, fruta fresca y grano de café, saqueado y revendido envuelto en plástico desde walmart for export, México zapatista y rebelde, México del viejo Antonio y de Marcos, de las Chavela y de las Fridas sin Diegos que se venden en camisetas jipis al lado del llavero del Ché. México dardo, Dardo tu voz sobre México, candilcito de la historia no rosa sino roja, México soñado, México despierto, México real, México mágico, México presente.
Conocimos de su territorio sólo una isla. Y después, casi como quien se siente atrapadx de tanta agua, nos regalamos un pasaje a la montaña y nos cautivaron los valles, los sabores y las lenguas. Es incompleto y pequeño lo que podemos decir sobre México, pero es al fin nuestro tiempo allí, nuestros cuerpos allí. Se aprende en el cuerpo dicen quienes hacen de la experiencia un saber. Aquí entonces un relato, en casi presente simple del plural, sobre nuestros días en los pueblos mágicos que nos hechizaron los sentidos y les prometimos volver, que el mundo es ancho y ajeno, que es mentira eso de que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Vamos a volver.
No sabemos aún por qué elegimos Isla Mujeres como primer destino de nuestra vida navegante, fue quizás en alguno de los tantos planes y contraplanes que desde La Vanesa -nuestra camioneta compañera de aquellos días de asfalto buscando barco y camino- pareció ser el más atinado, el más cerca, el más posible. Queríamos un destino turístico, porque eso nos permitiría hacer funciones de nuestros teatritos en miniatura y quizás algún que otro trabajo.
También queríamos que se hablara en castellano, hartxs del inglés necesitábamos comunicarnos en nuestro idioma. Pero sobre todo, queríamos hacer Navegar 100 Mundos, nuestro proyecto, el proyecto que le da vida y razón de ser a este viaje. La lógica decía que en una isla pequeña, estos talleres de teatro sería muy bien recibidos y que rápidamente estaríamos haciendo títeres, inventando historias y abrazando rondas de escuela en escuela. Pero la lógica, cuando de burocracias administrativas se trata, no siempre responde a los mismos intereses, ni a los mismos tiempos, ni a los mismos deseos. La cosa es que en la isla nos fue imposible despertar el interés de lxs funcionarixs de cultura y educación, que son quienes deciden a la larga o a la corta si nuestro proyecto es bienvenido en las escuelas o si seguimos participando. Y eso que íbamos con la cartita en la que consta que somos parte del Equipo de Investigación en Artes y Educación Popular de la UNC, los sellos correspondientes que demuestran que no somos sólo un par de jipis improvisadxs, los antecedentes del proyecto, las cartas de recomendación y la mar en coche, pero no. Ni siquiera logramos que se lean el proyecto, que nos concedan una reunión, que nos escuchen un ratito. Después de varios intentos dejamos de insistir y decidimos que forzar nunca está bueno y nos dijimos un poco a modo de consuelo que ya aparecerán otras opciones, aunque no sean en la isla. Mientras tanto, el dueño de un barco de pesca vecino a nuestro muelle, nos contó que formaba parte de una especie de ONG que colaboraba con un orfanato en Rancho Viejo (Cancún) y que seguramente nuestro proyecto sería muy bien recibido allí… “Pero la que decide es la Madre -dijo sentenciando- hablen con ella”.
EL DERECHO A JUGAR, EL DERECHO A LA PREGUNTA
RANCHO VIEJO, CASA HOGAR. La Madre Fabiola es una de las tantas monjas de la congregación San José de la Inmaculada que llevan adelante la Casa Hogar, una casa donde viven alrededor de 11 niñas, de entre 3 y 15 años de edad. Casa Hogar es su hogar, allí despiertan, desayunan, hacen la tarea, desde allí van a la escuela, allí regresan, almuerzan, juegan, allí sueñan, allí crecen. Las monjas que también viven en la casa, son un grupo de mujeres que hacen de las tareas de cuidado un sostén y un compromiso diario. No sólo nos abrieron las puertas y las bienvenidas, también nos dieron absoluta libertad para trabajar en el taller con las niñas, para jugar sin juicios ni prejuicios, para disponer del tiempo y para hacer cada cosa a su tiempo. Nos convidaron alimento, y cada una de sus comidas traían el sabor de lo hecho en casa, de manos dispuestas y cacerolas abundantes.
Nos reunimos una sola vez con Madre Fabiola antes del día del taller, para conocernos, contarle del proyecto y conocer el lugar. No nos pidieron ningún papel que avale estudios ni acredite puntos en el legajo de las academias. La única pregunta que nos hicieron fue después del segundo almuerzo, cuando ya éramos casi amigxs, la Madre Mago nos preguntó cuál era nuestra religión. La respuesta fue sincera porque la pregunta fue sincera, y en la sinceridad (que siempre trae riesgo) se habilitaba la chance de decir que no creíamos en nada, o que creíamos en una religión que no era la de ellas, y eso no cambiaba en absoluto nuestro paso por ahí.
Las preguntas… cuevas luminosas donde nace el aprendizaje y las diferencias se expresan, no se silencian. Así fue que después de una pregunta, ahí donde en la soberbia invisible de nuestros prejuicios creíamos que ese grupo de monjas no tenía mucho que enseñarnos a nosotres -tan libres de todos los santos-, ahí la realidad (concreta realidad, hecha de pan, techo y abrigo más que de oraciones al cielo) nos cacheteó el atrevimiento de la arrogancia, quedó encendida y latiendo, y se nos atragantó en la sobremesa como una interpelación ineludible: Ellas, igual que nosotrxs, son cuerpos acomodando en lo cotidiano sus templos y cosmovisiones. Nosotrxs, igual que ellas, somos cuerpos haciendo de nuestras convicciones un territorio del día a día. Ellas y nosotrxs, como podemos, como elegimos, como aprendimos y como defendemos, vamos creyendo en una cosa y descreyendo de la otra, y así los días y las noches, trazando un camino, un andar, un mapa… Pero a la hora de ser con otrxs, a la hora de abrir la puerta y la palabra, a la hora de ofrecerle comida a quien no honra a nuestros dioses o a nuestras diosas… ¿Qué hará nuestro cuerpo? ¿Cuál será el gesto involuntario del impulso? ¿Seremos abrazo o daremos la espalda? ¿Seremos capaces del amor allí donde no parece haber encuentro? ¿Seremos capaces de dar la bienvenida ahí donde no creemos en lo mismo? … Hay preguntas que se vuelven casi un detalle y hay otras que se develan urgentes.
La experiencia del taller fue hermosa, potente, desafiante. Reaprendimos la importancia de la presencia (del estar presentes) faro al que volver cuando se dispersa lo concreto entre lo planificado y lo posible. El taller como metodología y la Educación Popular (Freire) como pedagogía, permiten -en verdad implican- una constante revisión del aquí y ahora, y la flexibilidad para cambiarlo todo si lo que proponemos no es lo que resuena en el grupo, casi como la flexibilidad que se necesita para cambiar los planes de ruta si las condiciones para navegar no son las que se esperan. Da vértigo, pero cuánto posible en ese vértigo! Un mundo entero…
También hubo que bajar ocho cambios con respecto a las expectativas y los tiempos. Veníamos tan deseantes de esta experiencia que quisimos hacer todas las actividades posibles en un taller de dos días. Ahí nomás la realidad nos marcó el pulso verdadero, el tiempo necesario al que respirar en ronda y escuchar las prioridades. No es un privilegio, ni un premio, ni un regalo: jugar es un derecho de todas las niñas y los niños del mundo, un derecho. Entonces empezamos jugando.
Uno de los juegos que más nos gusta es el juego de las sillas versión colectiva, que tomamos prestado y reinventamos gracias al generoso material que el equipo de Educación Popular “Pañuelos en Rebeldía” ha sistematizado y se llama Jugar y Jugarse. En este juego la consigna es priorizar al grupo. A diferencia del juego de las sillas tradicional que conocemos todxs, esta versión propone como única regla que nadie puede quedar afuera. Suena la música, ellas corren alrededor de las sillas, a medida que avanza el juego se van quitando las sillas y ellas deben encontrar el modo de que todas, siempre, como sea, tengan lugar. No les decimos cómo, eso es algo que tienen que inventar juntas. De a poco se van organizando (esa palabra), en el tiempo de la música van buscando la estrategia para quedar todas en el juego. Si alguna queda afuera pierde todo el grupo, es decir se termina el juego, y eso no puede suceder. No sabemos cómo pero al final, cuando sólo queda una silla, se las arreglan para estar todas sosteniéndose entre sí, y lo logran, ganan todas. La alegría del triunfo colectivo explota en gritos y abrazos, en miradas cómplices, en festejos potentes. Es taaan lindo verlas jugar en clave colectiva, es contagioso escucharlas llamar a la compañera que quedó del otro lado de la ronda y gritarle con todas las fuerzas “veniiiiii, te hacemos lugar, entramos todas!!”. Jugar para la libertad, para que nadie sea esclavo ni esclava de nadie, para que hacernos lugar sea más divertido que dejarnos afuera.
Rancho Viejo, aunque es territorio continental, depende del municipio de Isla Mujeres, y es una de las zonas más vulnerables de Cancún, porque el Cancún no turístico, el que está alejado de la zona hotelera y de los grandes centros comerciales, es otro Cancún. Para llegar desde la isla nos tomamos el ferry, un viaje a toda velocidad que dura 20 minutos en llegar desde el puerto de Isla Mujeres a Puerto Juárez, Cancún. De allí dos pequeñas vans, que junto con los camiones (que son colectivos pero en México les dicen camiones) son el transporte público de la zona y cuesta sólo 10 pesos mexicanos el boleto. Entre el ferry y las dos vans, llegar a Casa Hogar es un viaje de hora y media aprox. Así con guitarra, barquito de cartapesta, valija con materiales, un mundo inflable para intervenir, cámara de fotos y toda la ansiedad, llegamos.
Dicen que donde hay perros flacos hay poca comida, que las sobras no se le regalan a los perros porque no hay sobras. Así es Rancho Viejo, lleno de perros flacos.
La puerta de entrada a la Casa Hogar está abierta, apenas se cruza el portón de rejas sin candado, un enorme jardín (canchita de fútbol incluida) nos da la bienvenida. Muchos árboles, flores y cactus que las chicas luego detallaron con nombre popular y científico en una visita guiada por todo el predio. Se ve, se huele y se siente la dedicación y el trabajo que hay en cada rincón del hogar.
Cerca de la entrada la cocina, un espacio no muy grande pero desbordante de aromas, y más allá el comedor, donde cada día las niñas y las monjas desayunan y almuerzan. En el patio, los caminos rodeados de flores orientan el recorrido. Al centro está la capilla, un salón enorme, con mucho espacio pero muy simple, sin pretensiones ni cosas doradas. Más adelante la Casa Hogar propiamente dicha, las habitaciones de las niñas, los espacios comunes, otra cocina y comedor, las habitaciones de las monjas, una galería con una inmensa mesa y afuera un patio de tierra y plantas que dan fresco y sombra. Al fondo el lavadero y las sábanas al sol, y más allá el gallinero, lleno de gallinas y algunos pollitos.
La Casa Hogar fue creada en 1999. Las monjas no reciben apoyo de la iglesia ni del estado y dependen únicamente de donaciones para el alimento de las niñas, la vestimenta, la salud, la escuela, y todos los gastos básicos que implica vivir dignamente. Cada una de las monjas trabaja paralelamente en una iglesia de Cancún para su propio sustento y el de la Casa Hogar. El imaginario de la monja rezando todo el día no aplica en este caso. Estas mujeres laburan. Ponen el cuerpo, se organizan para y por las niñas, creen y defienden lo que hacen con fortaleza y coraje, han construido una trinchera de resistencia a base de compromiso colectivo, solidaridad y amor. Ellas y las niñas son una familia, una casa, un hogar.
PLAZA, BAHÍA, AMISTAD, CARNAVAL
ISLA MUJERES, QUINTANA ROO. Los primeros quince días en la bahía, desde aquél primero de noviembre (Día de Muertos) que llegamos a tierras y aguas mexicanas, estuvimos al ancla. Estrenando nuestra Rocna que está en el top 3 de las anclas más prestigiosas de la náutica y que aún no terminábamos de pagar en cuotas. Al primero que conocimos fue a Jhonny, un norteamericano que vive desde hace más de cuatro años en la bahía, pero no está anclado sino agarrado a un muerto (esto es un peso -generalmente de cemento o plomo- que está en el fondo, del que se agarra una cadena o cabo, del que se amarra el barco). Jhonny nos advirtió que en la bahía el fondo era traicionero, mucho grass crecido sobre la arena que se levanta con ancla y todo cuando sopla fuerte, pero tan confiadxs de nuestra reluciente ancla no le dimos mucha importancia. “Is not about your anchor, you will drag sooner or later”… nos estaba diciendo que por más Rocna o súper Rocna, tarde o temprano garrearíamos. Garrear es cuando el ancla se arrastra porque no está bien clavada o porque se suelta o por lo que sea, es lo que nadie quiere que pase, es lo que las anclas buenas (como Rocna) garantizan que nunca te pasará porque has comprado la mejor!
Entonces: esa tarde nos preparábamos para ir a dar una vuelta por la isla con los sobrinos de Diego que estaban de visita, cuando en un abrir y cerrar de ojos nos percatamos de que estábamos al lado, pero muuuy al lado (entiéndase a punto de chocarlo) del barco que teníamos anclado cincuenta metros más atrás. En un segundo de caos mental y desesperación interior y exterior, hicimos la maniobra de juntar el ancla (para la que, hasta ese momento nos tomábamos toodo el tiempo del mundo, repasando cada paso) a la velocidad de la luz. Prendimos motor, juntamos cadena antes de chocar al vecino que por suerte dormía la siesta y no se enteró de la casi catástrofe. Entre gritos y viento que hacían difícil la comunicación, ancla arriba y vuelta a tirar más adelante, nos dimos cuenta que efectivamente, estaba llena de un colchón de raíces de pasto, tal como había vaticinado Jhonny, el vecino augurador de garreos.
Al tiempo comprobamos que la escena se repetiría con muchos barcos que se confiaban de sus anclas y terminaban en la arena o, con suerte, siendo rescatados por los dinghys de los vecinos. Una peculiaridad de la bahía de Isla Mujeres es que pueden soplar 60 nudos de viento de la noche a la mañana, sin haber sido pronosticados en ningún informe del clima. Fenómenos locales… intensos y arrasadores.
Nos mudamos a una marina, nos pareció una buena decisión hasta entender un poco mejor el fondo, el barco, el ancla y a nosotrxs mismxs. Hicimos un acuerdo con la gente de la marina que al final se convirtieron en casi amigxs, Diego hizo un video y fotos de los servicios del Hotel-Marina a cambio de un descuento considerable, y también habilitamos un camarote del barco como alojamiento para personas que quisieran vivir la experiencia de pasar un par de días en un velero. Y funcionó. Con el dinero de los huéspedes pagamos la marina y nos sobró para comprar algunos repuestos que necesitábamos.
Después, el dueño -ese señor que de buenas a primeras parecía parco y distante- nos terminó haciendo más de un favor e incluso nos regaló un tiempo gratis en el muelle por buena onda nomás. Y también –hay que decirlo-porque lo amaban a Diego, que se convirtió en una especie de guardián de la bahía, ayudaba al encargado de los muelles con cuanto barco entraba y salía, vigilaba con binoculares los posibles choques y accidentes, siempre listo como una especie de boy scout marinero, siempre dispuesto, en su salsa. Roberto, el dueño, decía que a Diego en lugar de cobrarle debería pagarle (y aunque lo decía un poco en chiste un poco en serio, al final fue muy generoso con nosotrxs, aún cuando el espíritu campamentero de nuestro barco contrastaba con el glamour de los yates de al lado y le quitaba un poco de elegancia a la marina).
Así pasaron los meses en la isla, el único fragmento de caribe mexicano sin sargazo. Recibimos visitas de familia y amigues que siempre son una bocanada de calorcito contra la extrañitis aguda que se padece viviendo lejos de los amores. Para nosotrxs, recibir gente amada es una alegría doble, porque compartimos, disfrutamos, nos ponemos al día, tomamos mates -y recibimos yerba- y al mismo tiempo podemos abrirles las puertas de nuestra casa flotante que ellxs mismxs nos ayudaron a conseguir. Es muy gratificante poder decirle a alguien que nos compró una rifa aquél febrero furioso previo a la partida, o a quien nos pintó la casa o nos ayudó con la mudanza, o a quien nos adoptó un perro o a quién nos prestó plata o a quién enormemente nos deseó buenos vientos y hermosuras desde el momento en que dijimos que queríamos vivir en un barco, poder decirle “este es nuestro hogar, bienvenidx a bordo!”… Es un placer muy hermoso…
La parrilla de la marina se volvió casi propiedad del asador del grupo y hemos hecho más de un asadito, pizzas y hasta una paella. Conocimos a Allison, cicloviajera que salió de su casa en Colorado con su mochila y su bicicleta, y viaja por el mundo escribiendo un blog que relata formas de economía alternativas al capitalismo. En la ruta se fue encontrando con cruceristas y así se volvió tripulación de algunos barcos en el pasaje Isla Mujeres-Florida que es muy popular para los navegantes. En abril Diego hizo uno de estos viajes en el barco de Mike, un canadiense que llevaba su velero a Florida para venderlo allí y cambiar de vida. Diego aprovechó el viaje para comprar algunos repuestos, actualizar la visa y visitar a Roger y Rossi que lo esperaban en su casa como siempre, con rica comida y moviendo la cola, respectivamente.
Durante esos días, Allison se quedó en casita y creamos juntas un hermoso aquelarre de dos, que sentimos cercano y fácil, aunque hablemos lenguajes diferentes o eso digan los diccionarios. Memo y Andy, otros personajes emblemáticos, que después de miles de años viviendo en una marina se decidieron a desamarrarse y emprendieron su vida navegante, viajan con su gata que se llama Cat aunque a veces le dicen Jengibre (¿). Andy me enseñó a coser a máquina y hace los brownies más ricos de toda la península, y Memo está siempre dispuesto a venir al barco a llenarse las manos de grasa para arreglar alguna cosa en el cuarto del motor.
En estos meses vimos llegar y partir veleros con banderas de muchas nacionalidades y personajes náuticos de lo más excéntricos. Un día ventoso, el barco de al lado quiso salir en una maniobra de pésimo cálculo, tanto que nos arrancó un pedazo de arco y nos abolló la escalera de popa. Mientras las tuercas y tornillos volaban un poco a su cubierta un poco a nuestro dinghy que colgaba destartalado, logramos desenredarnos y ellos -no contentos con el choque- pegaron la vuelta y encararon nuevamente hacia nuestro barco. Pensando que se venía la segunda colisión, Diego saltó a recibirlos del oootro lado del muelle (por si acaso), resulta que habían vuelto a arreglar el desastre porque es lo que corresponde y camaradería y eso. Una hora y unas cuántas cervezas después, vuelve Diego ya suuuper amigo de estos dos piratas, despidiéndose de cada uno con un abrazo como quien saluda a su cuate del alma, y (sorpresa!) con un motor fuera de borda que le habían regalado, lamentando el incidente… Y una pensaba que en el muelle no había peligros! Siempre te puede chocar el vecino que no sabe estacionar, no te confíes, lo bueno es que después te regala un motor.
La plaza de Isla Mujeres es un lugar de reunión, no ha perdido su espíritu convocante de festejos y celebraciones. La noche de Año Nuevo todo el pueblo se reúne en la plaza, la llenan de tablones y arman un escenario despampanante, con luces y música en vivo, las chicas se ponen sus mejores vestidos y los muchachos sus camisas tornasoladas, las doñas se suben a unos buenos tacos y los señores se calzan sombrero.
Un despliegue de vestuarios dignos de fiesta de fin de año, hacen explotar de brillo la cuenta regresiva y encandilan más que los fuegos artificiales para recibir el nuevo ciclo, así le devuelven el barrio a esta parte de la isla casi tomada por el turismo. No entran los turistas en esta celebración, la plaza está copada por el pueblo. Durante el carnaval es igual, la plaza es el escenario principal de los conjuntos y comparsas que compiten cada año en un ritual de danzas donde bailan todas y todos, las niñas, los viejos, las madres, los jóvenes, todxs. Eso es lo maravilloso del carnaval, no tiene edad, no envejece, y en todos los pueblos del mundo es una fiesta.
EL REGRESO A LA MONTAÑA
SAN CRISTOBAL DE LAS CASAS, CHIAPAS. Hace desde tiempos casi antiguos que queremos conocer Chiapas, porque es sabido que Chiapas cautiva y no suelta. Nuestra amiga Viki Fontana, viajera semilla por Latinoamérica y música de las que te hacen latir más fuerte el cuore, nos puso en contacto con un maestro rural de San Cristóbal que a su vez nos contactó con el maestro Dagoberto, de la escuela de la comunidad de Navil, un pueblo en las montañas que forma parte del municipio de Oxchuc, en el estado de Chiapas.
Casi al instante Dagoberto se mostró dispuesto a recibirnos en la escuela, nos pidió un par de días para hablar con sus compañeros y compañeras, y enseguida nos llamó para confirmarnos que sí, que nos esperaban, que cuándo podíamos ir? Viajar a Chiapas implicaba una movida de tiempo y espacio que ameritaba organización. Dejar el barco cerrado, bien atadito por si tormenta, con las indicaciones pertinentes a Memo que sería el casero durante nuestra ausencia. Asegurarnos que no tendríamos huéspedes para esas fechas, sacar pasajes, organizar alojamientos, encontrar en el fondo de los recovecos del barco la ropa de invierno, volver a usar zapatillas y desempolvar el pullover, armar la valija de los materiales para el taller, volver a planificar en función de lo aprendido luego de la experiencia en Rancho Viejo, y de yapa, ensayar las canciones que Ceci y Viki tocarían juntas en un espacio cultural… mucho. Y mucho deseo también. La ilusión por conocer una de las ciudades más cautivantes de México y por ver a las amigas, crecía con la idea de un nuevo Navegar 100 Mundos, una nueva escuela, un nuevo pueblo, un nuevo desafío.
Nos tomamos un avión desde el aeropuerto de Cancún (que lo teníamos casi al frente) hasta Ciudad de México y de ahí a Tuxla, capital del estado de Chiapas y núcleo del transporte regional. Desde allí una traffic hasta San Cristóbal. Viajamos al atardecer y llegamos de noche, y en ese camino serpenteado, ver el sol escondiéndose en las montañas fue un deja vú casi sorpresa de nuestras sierras de Córdoba. Volver a la montaña, no ver el mar desde la ventana, respirar el aire fresco de los valles y caminar las calles empinadas de la ciudad… San Cristóbal de las Casas, ciudad intensa si las hay, enredadera de tribus y falsas tribus descalzas, envenenada de turismo y colmada al mismo tiempo de mixturas y pluralismos. Su impronta colonial sube desde los adoquines hasta las cúpulas de las iglesias, pero entre los muros agrietados de las casas más viejas, y en el humo que se asoma por las montañas allá lejos, cantan aún en una lengua propia, los puños en alto de un Chiapas originario y rebelde que no se rinde.
Le dicen el más mágico de los pueblos mágicos de México, el mayor centro urbano de los Altos de Chiapas, la capital intercultural. Nos hospedamos en un hostal con olor a humedad, qué raro dormir en una cama cama, qué raro que el movimiento de las olitas no nos esté meciendo el sueño. Hace frío y eso es lindo porque se siente invernal otra vez y dan ganas de abrazarse.
Al amanecer se nos mostró el paisaje en todo su esplendor, nos sentimos casi por primera vez en tierra mexicana. Y eso que aún no conocíamos el mercado, que fue como estar caminando por el mismísimo corazón (o mejor por las tripas) del verdadero México. La comida también sabía distinto, frijoles y tortillas de todos los colores, yuyos, frutas, verduras, carnes, tejidos, bazar, virgencitas y panificación, todo en un mismo gigante mercado, y un poco más allá el de artesanías, que es un pasaje de ida a un laberinto alucinante y maravilloso para quienes -como nosotrxs- disfrutan del folclore, los olores y la energía de los mercados. Es un lugar para perderse, para ir sin reloj, para adentrarse y salir no cuando quieras sino cuando el mercado te escupa.
La magia de San Cristóbal nos encandiló por completo, las amigas Viki y Belén nos agasajaron con delicias y nos abrigaron con té de miel y yuyitos para la garganta, y Doña Silke nos abrió las puertas y nos cuidó el sueño en el rancho más lindo de todo el valle. La música y las canciones reencontraron a Ceci con el deseo renovado de cantar siempre cantar, las redes se fueron tejiendo para repetir el toque y tuvimos concierto doble.
WOKOLAWAL
NAVIL, OXCHUC, CHIAPAS. Hacía un frío casi de invierno a las 5 de la mañana, hora en que debíamos salir del hostal rumbo a la terminal para ir a Oxchuc, donde nos encontraríamos a las siete y cuarto con el maestro Dagoberto y sus compañeros, para de ahí ir juntxs hasta Navil. A medida que el sol salía y el camino se adentraba en la montaña, el paisaje se volvía más hermoso.
Una hora y media después estábamos en Oxchuc, conociendo en persona a Dagoberto y a Jorge, el director y también maestro de la escuela. Nos subimos a una especie de taxi que nos llevó por la montaña durante otra media hora. En el camino, los maestros nos contaron que las niñas y los niños de la escuela hablaban el idioma tzeltal, que es una de las lenguas mayas que resisten y aún se hablan en las comunidades indígenas de los Altos de Chiapas. “Y también hablan en castellano?” preguntamos ilusxs. “Solo en tzeltal” respondieron.
Habíamos planificado un taller de dos días cuidadosamente pensado en sus tiempos y en sus pausas, tratando de no arrebatarnos en ansiedades, recordándonos que estar presentes es siempre lo más importante y que estar atentxs a lo emergente era parte de esa presencia. Y ese día, a menos de un kilómetro de la escuela, con los maestros que nos miraban expectantes, apareció el primer emergente: habíamos planificado un taller hermoso, y lleno de palabras. Explicar una consigna, jugar a decir los nombres, hacer hablar a un títere, armar una historia inventada, cantar una canción, crear un mundo nuevo, decir lo que imaginamos, compartir un sueño: palabras.
Nos miramos de reojo ya casi llegando a la escuela, tratando de disimular el estupor ante Jorge y Dagoberto, y en un gesto cómplice que no dijo nada pero expresó mucho, supimos que en ese silencio estaba la respuesta a nuestro desafío, que por el cuerpo corre un lenguaje fresco y vibrante como la brisa de la mañana, y que ese era el mejor canal que teníamos para comunicarnos. La maestra Delfina nos ayudó mucho. Ella estuvo con nosotrxs todo el tiempo, haciendo de puente, enlazando las distancias que le impone la lengua hablada a la comunicación. Lo demás fue puro juego, y el juego no tiene idiomas porque en sí mismo es un lenguaje… así que fue fácil y divertido.
Pero hay algo de extrañeza en nosotrxs, en nuestros cuerpos altos y blancos, parecidos a los cuerpos enemigos, casi iguales a los cuerpos conquistadores, a los de la espada, a los usurpadores, los de la coca cola, los del extractivismo, los de la explotación de la tierra, los del abuso de todos los recursos, los de la guerra… Hablamos otra lengua, nuestra ropa es diferente, tenemos calzado sin agujeros, estamos muy abrigadxs, olemos un poco a jabón. Las niñas y los niños tienen la sonrisa en la punta de la lengua y los ojos profundos como la luna nueva, también tienen tierra en la ropa, en los pies, y el pelo seco como la piel… Al principio somos extraños, somos el afuera, somos casi un fenómenos raro al que le gritan gringo como una travesura y después la risa (sí, la palabra “gringo” se la saben en español y todxs sabemos lo que significa). Desde ese lugar lejano y extranjero, desde ese gringo lugar que somos allí… ¿Es sincero o es arrogante nombrar la pobreza?… ¿Es pobre una comunidad que educa a sus hijas y a sus hijos en la lengua de sus ancestros para que no se pierda? ¿Es pobre una comunidad que cultiva su propia comida, sin venenos tóxicos ni semillas genéticamente modificadas? ¿Es pobre la piel descalza, la tierra en las uñas? ¿Qué significa lo precario, lo carente? ¿Cuáles son las verdaderas necesidades básicas de las personas? ¿Qué dice nuestro diccionario sobre la palabra dignidad? Esta comunidad es rica, pero está rodeada de un mundo mezquino que la necesita pobre… un mundo que define lo rico y lo pobre en otro idioma, porque la pobreza es política, pero algunxs la disfrazan de folclore.
¿Vale decirle folclore a las panzas flacas, a no lavarse las manos porque no hay agua? ¿Por qué no hay agua, cómo puede no haber agua en este valle tan fértil?…¿Falta agua o sobra ausencia del Estado? ¿Quiénes garantizan los derechos de los pueblos, quiénes permiten que los sigan desapareciendo?… ¿Es “cultural” el aislamiento sin opción ni consentimiento, producto de un sistema arrasador y abusador de todo lo diverso?… Y nosotrxs ¿Qué hacemos acá, jugando a la ronda y dibujando un mundo, sabiendo que los monstruos avanzan y expropian y roban y violan y vulneran los derechos pisoteados y mal reconocidos de las comunidades indígenas y de sus tierras?… ¿Qué hacemos jugando a imaginar el mundo, sabiendo que las niñas acá también son madres a los 12 y que nadie dice nada porque la educación sexual es un privilegio blanco que no existe.
¿Qué hacemos acá?
Estar presentes. Poner el cuerpo. Mirar a los ojos. Confiar en los posibles universos que nacen de los encuentros. Ensayar otro mundo. Escuchar la risa. Reír juntas, juntos. Contar un cuento. Hacer una ronda. Construir un árbol mágico donde sentarse a imaginar. Cantar canciones. Hacer barquitos de papel. Honrar el alimento. Encontrarnos en silencio. Respirar al mismo tiempo. Jugar. Aprender a decir en tzeltal la palabra más importante: WOKOLAWAL.